Un particular requisito de la función materna
Por Jacques-Alain Miller *
Algo permanece ignorado cuando uno se hipnotiza con la relación madre-hijo concebida bajo una modalidad dual, recíproca, como si madre e hijo estuvieran encerrados en una esfera: y lo que permanece ignorado no es sólo la función del padre.
Sin duda, la incidencia de la función del padre sobre el deseo de la madre es necesaria para permitirle al sujeto un acceso normalizado a su posición sexuada. Pero, también, la madre no es “suficientemente buena” –para retomar la expresión de Donald Winnicott– si sólo es un vehículo de la autoridad del Nombre del Padre.
Es preciso, además, que para ella y en términos de Lacan, “el niño no sature la falta en que se sostiene su deseo”. Esto quiere decir que la madre sólo es suficientemente buena si no lo es demasiado, sólo lo es a condición de que los cuidados que prodiga al niño no la disuadan de desear como mujer.
Retomando los términos de Lacan en “La significación del falo”: no basta con la función del padre; todavía es preciso que la madre no se vea disuadida de encontrar el significante de su deseo en el cuerpo de un hombre. La metáfora paterna, con la que Lacan transcribió el Edipo freudiano, no significa sólo que el Nombre del Padre deba poner bridas al deseo de la Madre a través del yugo de la Ley.
La metáfora paterna remite, en mi opinión, a una división del deseo que impone que el objeto niño no lo sea todo para el sujeto materno. Hay una condición de no-todo: que el deseo de la madre diverja y sea llamado por un hombre. Así, no dudaré en parodiar aquí la réplica inmortal del Tartufo de Molière: “No por ser madre soy menos mujer”.
Es una división del deseo la que, llevada al extremo, conduce al acto de Medea –el asesinato de sus hijos como venganza al ser abandonada por Jasón–, donde se ilustra perfectamente, aunque de una forma que causa horror, que el amor materno no se basa sólo en la pura reverencia a la ley del deseo; o que se sostiene en ella únicamente a condición de que en la madre haya una mujer que siga siendo para un hombre la causa de su deseo –quizá, cuando Jasón se va, Medea deja de estar en esa posición–.
Destacar el valor del niño como sustituto fálico, su valor de ersatz (“sustituto, compensación”), en términos de Freud, puede extraviarnos si conduce a promover en forma unilateral la función colmadora del hijo, pues nos hace olvidar que éste, en el sujeto femenino que accede a la función materna, no es menos causante de una división entre madre y mujer: el niño no sólo colma, también divide, y que divida es esencial.
Ya hemos dicho que es esencial que la madre desee más allá del hijo. Si el objeto niño no divide, entonces, o bien cae como un resto de la pareja de los genitores, o bien entra con la madre en una relación dual que lo “soborna” (juego de palabras, propuesto por Lacan, entre suborner, “sobornar”, y subordonner, “subordinar”) al fantasma materno. Se puede hacer, entonces, una distinción muy fácil: el niño, o colma o divide. Las consecuencias clínicas de esta distinción son patentes.
Lacan establece una división en la sintomatología infantil, según que esté relacionada con la pareja o se inscriba de manera prevalente en la relación dual madre-hijo. Hay dos grandes clases de síntomas, tal como los presenta Lacan: los que están verdaderamente relacionados con la pareja y los que, ante todo, están en la relación dual del niño y la madre.
En primer lugar, el síntoma del niño es más complejo si se debe a la pareja, si traduce la articulación sintomática de dicha pareja. Pero también, por el mismo motivo, es más sensible a la dialéctica que puede introducir la intervención del analista. Cuando el síntoma del niño proviene de la articulación de la pareja padre-madre, está ya plenamente articulado con la metáfora paterna, plenamente atrapado en una serie de sustituciones y, por consiguiente, las intervenciones del analista pueden alargar el circuito y hacer que esas sustituciones se desarrollen.
En el segundo caso, por el contrario, el síntoma del niño es mucho más simple si esencialmente se deriva del fantasma de la madre, pero entonces, además es un síntoma que bloquea, y en el límite se presenta como un real indiferente al esfuerzo por movilizarlo mediante lo simbólico, precisamente porque no existe la articulación presente en el caso anterior. Lacan toma como ejemplo el síntoma somático.
A veces, el nacimiento del niño produce un retorno de la angustia para el padre: “Así, ¿qué quiere? ¿Quién soy para ella?”. Un hombre no se convierte en padre sino a condición de consentir el no-todo que constituye la estructura del deseo femenino. La función viril sólo se realiza en la paternidad si ésta es consentimiento a que esa otra sea Otra, es decir, deseo fuera de sí.
La falsa paternidad, la paternidad patógena, es la que lleva al sujeto a identificarse con el Nombre del Padre como universal del padre, para tratar de convertirse en vector de un deseo anónimo, para encarnar lo absoluto y lo abstracto del orden. La función feliz de la paternidad es, por el contrario, realizar una mediación entre las exigencias abstractas del orden, el deseo anónimo del discurso universal, y, por otra parte, lo que se deriva para el niño de lo particular del deseo de la madre. Es lo que Lacan alguna vez llamó “humanizar el deseo”.
* Fragmentos del artículo “El niño, entre la mujer y la madre”, publicado en Virtualia. Revista Digital de la Escuela de la Orientación Lacaniana. www.eol.o
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