Por si no lo sabe: es casi imposible que el otro cambie. Y no es porque no quiera, no le da. Sin embargo, con la queja apuntamos a eso, a reclamar lo imposible de lo que no existe. Es como pretender que una vaca voladora ponga un huevo. Ya sé, no hay vacas voladoras, pero si hubiera seguro que serían unas incapaces para poner huevos.
Después de quejarnos tanto tiempo por lo mismo, deberíamos admitir que la queja, por naturaleza, nunca será satisfecha. Pero no por eso vamos a perder la costumbre. Exigimos una compensación y la obtenemos: el inconfesable placer que nos da quejarnos.
No me refiero a la queja que detiene una injusticia, ni a la que evita el sometimiento. Hablo de la queja propia, nuestra queja histórica, la queja de la que nos quejamos siempre. Soy fulano de tal, vivo en el barrio de al lado y siempre me quejo de esto. Esa queja es un rasgo, un detalle de personalidad, mi reclamo particular. Es algo que está más relacionado conmigo que con quien sea del que me esté quejando. Esa queja me representa.
La pareja es uno de los santuarios de la queja. Es llamativo, pasan los años y el reclamo es más resistente y leal que el enamoramiento.
En algunos casos hasta pareciera que, ante los demás, es menos vergonzoso quejarse de quien tenemos al lado que mostrarnos complacidos por su compañía.
La queja insiste y tiene sus argumentos. No cambia porque es un cínico, lo único que le interesa es él mismo o no me da el gusto porque no quiere. Resulta inconcebible aceptar que el otro no se da cuenta o que simplemente no puede. Inconcebible no es el término. Que el otro no venga completo, que sea limitado, es insoportable.
El quejista profesional tiene una habilidad especial para encontrar el punto en que el otro falla, donde está en falta, donde no se dio cuenta. Tiene un sexto sentido para detectarlo y cuando lo hace, es tal su felicidad que siente la imperiosa necesidad de proclamar su descubrimiento y de buscar la ocasión para decirlo al menos una vez al día. A veces a los gritos.
Aunque varíen las escenas y ya sea en casa, en el trabajo, con los amigos, en el fondo el tema es siempre siempre el mismo: el amor que me das no es bastante. No te acordaste, no te importó, no te preocupa, no me reconocés. Lo que sea que pruebe que no ha sido suficiente. Y es cierto, el amor puede ser maravilloso pero nunca es suficiente, como tampoco eficiente y mucho menos infalible.
El cine nos acostumbró al final feliz. Lo que no se entiende es por qué la mayoría de los actores que hicieron películas con finales felices terminaron sus vidas con finales de terror. Debe ser que no estaban entrenados para que se enciendan las luces.
“La mujer de mi vida”
Revista de literatura, arte y psicoanálisis
www.lamujerdemivida.com.ar
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