“TRABAJE DESDE DONDE QUIERA ¡PERO NO DEJE NUNCA DE TRABAJAR!”

La “oficina móvil” y la caída del ocio

El ocio –destaca el autor de esta nota– es el tiempo auténticamente humano: ese tiempo dedicado a una actividad “autotélica”, sin otra finalidad que ella misma, sería “el que confiere a nuestra especie su especificidad”.
Por Mario Pujo *

Cuando Osvaldo llegó esa noche a su sesión estaba contento como perro con dos colas. En la multinacional donde trabaja le acababan de adjudicar un blackberry –mezcla de teclado de computadora, agenda electrónica y teléfono celular– para su uso exclusivo. Ya antes de entrar a la sesión, en la sala de espera, aprovechaba para responder e-mails, enviar instrucciones a sus subordinados y adelantar el trabajo de la semana. Osvaldo padece dolorosísimos trastornos digestivos, reconocidos clínicamente como de orden psicosomático; por esa razón mantiene semanalmente, desde hace ya cierto tiempo y con relativo éxito, entrevistas cara a cara conmigo. Su referencia a una fallida terapia anterior, con una psicóloga que “nunca respondía y tomaba notas en absoluto silencio”, me persuade de la conveniencia de entablar con él una activa relación dialógica y fluidamente conversada.

En aquella sesión comentó que pensaba dar de baja su celular personal, para ahorrarse el costo del abono y concentrar sus llamados en un único aparato, “una verdadera oficina móvil” permanente y disponible a voluntad.
Por mi parte, conocedor de los rasgos compulsivos de su personalidad, encuadrables en lo que Freud describe como “carácter anal” –laboriosidad, economía, meticulosidad, autoexigencia, obstinación–, hice probablemente un gesto de incredulidad, de desaprobación quizás, en el que él creyó reconocer la figura del aguafiestas. “De verdad te digo, es sencillamente fantástico: cuando llegue el lunes a la oficina voy a haber adelantado un montón.”

Mantuve cierto margen de duda, y le propuse adoptar ante su entusiasmo algún grado de cautela dado que, teniendo en cuenta su afición al esfuerzo y su tendencia adictiva al trabajo, esa maquinita podría convertirse en un ingrediente adicional para sus desarreglos gástricos. En cambio, preservar su línea de comunicación privada podría permitirle, a determinada hora, poder erigir un límite frente a cierto orden de la demanda, el de las demandas laborales, ante cuyo exceso él ha demostrado no poder rehusarse.

Mi comentario no le agradó. Y en alguna medida lo irritó. Admitió, sin embargo, que no le era fácil sustraerse al repentino titilar del aparato, estuviese donde estuviese, por la curiosidad de saber quién lo llamaba, y, reconoció, le resultaba imposible responder el mail de un amigo sin tentarse de abrir los demás mensajes de la bandeja de entrada. A modo de confirmación, jocosamente, confesó que, al venir al consultorio, había estado a punto de chocar por contestar un mensajito de texto mientras manejaba, “algo que no se debe hacer, ya sé, pero es más fuerte que yo”.
De todos modos, a la posibilidad de preservar su línea privada contestó: “¿Qué querés? ¿Encima voy a tener dos celulares conmigo todo el tiempo?”. La objeción parece legítima. Pero, en los hechos, he visto duplicarse los celulares de muchos pacientes, que sólo atinan a apagar los dos cuando el repentino sonar de alguno de ellos se lo recuerda. Al entrevistar a los padres de un adolescente, he visto depositar cuatro celulares sobre mi escritorio, con la resuelta resignación de quienes se muestran predispuestos, al menos por un rato, a un diálogo que reconocen merece no ser interrumpido. Por lo demás, me he sobresaltado también alguna vez por la irrupción de mi propio celular olvidado en un estante de la biblioteca.
La telecomunicación incide positivamente en nuestra productividad, vale decir, en la capacidad de hacer muchísimas cosas en poquísimo tiempo, y también en las modalidades de nuestro esparcimiento. La frontera que separa ambos dominios, el de la producción y el del esparcimiento, se adelgaza hasta hacerse apenas reconocible. Desde la playa podemos planificar, enviar informes, hacer inversiones, comunicarnos con la otra punta del planeta; alguien puede mantenerse al tanto del día día de su empresa o, más crudamente, vigilarla en tiempo real por medio de videocámaras conectadas a un monitor a través de Internet. Una persona que me consultó una vez se ufanaba de controlar su negocio desde un confortable departamento ubicado varios pisos más arriba, contabilizando a través de una pantalla las entradas, las salidas, los desplazamientos de sus empleados, los movimientos de caja.

Pero todo eso tiene su contraprestación, como si la misma tecnología capaz de liberarnos del agobio de la presencia real nos condenara a trabajar de manera permanente, esfumado el tiempo fecundo de la improductividad. Trabaje desde su casa, desde la quinta o el country; trabaje desde el auto, desde la sierra o el mar, trabaje desde su lugar de descanso, trabaje desde donde quiera... ¡pero no deje nunca de trabajar!

El actual éxito veraniego de los paradores Wi Fi es demostración de que la tecnología posee, además de una asombrosa capacidad de acortamiento de las distancias, una potencialidad alienante de la que no podría escapar el tiempo de trabajo, pero tampoco el tiempo de la distracción. Una cada vez más poderosa industria del entretenimiento evidencia lucrar con ello.
Sin embargo, sabemos desde la Antigua Grecia que el ocio es el tiempo auténticamente humano: ese tiempo exento de necesidad de labor, dedicado a una actividad “autotélica” –sin otra finalidad que ella misma– es el que confiere a nuestra especie su especificidad. Se trata del tiempo recreativo por excelencia, el tiempo de las artes y la política, el tiempo de la formación y el mejoramiento personal, el de la contemplación y la creatividad.

El término griego skolé permite distinguir el ocio del mero tiempo libre: el ocio supone una tarea de instrucción (etimología que perdura en la palabra “escuela”). No todo empleo del tiempo libre es ocioso, en la medida en que el ocio supone el ejercicio de una capacidad que no tiene una finalidad instrumental prefijada, y que resulta ajena a cualquier beneficio material.

El empleo del tiempo libre de nuestra época se parece bastante más al del circus romano, aquel imponente espectáculo de los gladiadores en un Coliseo enardecido: un tiempo de distracción estrictamente necesario para estar en condiciones de retornar al trabajo. Torneo Clausura, Torneo Apertura, fútbol de verano; un tiempo efímero y vacío, que la noción de entretenimiento –tal como este concepto ha capturado la finalidad de la mayoría de los programas de TV– sabe expresar perfectamente.
Ante la oferta de objetos cada vez más atractivos y alienantes, disponibles en todo momento y lugar, sólo la capacidad de cada cual para entrenarse en un sabio ejercicio de moderación podría preservar un ámbito de pensamiento y de reflexión personal, de trabajo sobre uno mismo, de búsqueda y de superación de sí.
El trabajo del análisis se inscribía para Freud en el campo de ejercicio del ocio en su sentido clásico de actividad creadora. Algo bueno de recordar en una época en el que el mercado parece reservar esa potencialidad de creación a algunos especialistas, profesionales que se designan a sí mismos, en su trabajo y no en su ocio, como “creativos”.

* Psicoanalista. Director de la revista Psicoanálisis y el Hospital.
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¿Por qué no se suicidan ellos primero?

José R. Ubieto (Barcelona)

Cada vez que escuchamos un nuevo caso de violencia doméstica, en que el agresor se ha suicidado (o lo ha intentado) tras matar a su pareja y/o a otros familiares, nos preguntamos por la aparente inutilidad de su gesto posterior. ¿Por qué no se suicidó primero, si estaba tan desesperado, y hubiera evitado así la muerte de otras personas?

Tratar de responder utilizando los parámetros del sentido común nos ayuda poco, ya que si algo nos enseña la clínica es que lo más intimo de cada uno de nosotros, nuestro goce más particular es todo menos útil, en el sentido pragmático habitual. ¿Qué tiene de útil fumar, comer o beber en demasía, conducir a velocidad excesiva o escuchar música a tope y en un ambiente cargado de humo y cerrado? Sin embargo son actividades cotidianas de las que gozamos y a veces también nos quejamos por sus efectos “colaterales”.

En la mayoría de casos de violencia de género encontramos una dificultad subjetiva importante del maltratador, -generalmente sin conciencia mórbida-, de la que nada quiere saber y que encuentra en la respuesta violenta una salida que lo protege de esa dificultad, aunque sea al precio de la desaparición del partenaire.

Esa dificultad tiene que ver con una idea fantasmática –no consciente de manera clara- sobre su propia desaparición como sujeto. Una idea que toma la forma imaginaria de una falta de valor, de un poder disminuido, de una potencia que desfallecería. Y es por eso que, para protegerse de ese temor, proyecta esa desaparición y esa impotencia en la pareja: son ellas las que no saben, ni pueden hacer las cosas bien y son por tanto objeto de desprecio como deshechos.

Para que el maltratador pueda sostener su realidad psíquica y social le es necesario, entonces, esa disyunción entre su condición de sujeto poderoso (persona digna) y la de la pareja como objeto degradado. Esto se hace muy evidente en sus relaciones sexuales –momento crítico para la verificación de la potencia masculina- donde recurren muy a menudo a la agresión. El aplastamiento del otro es lo que le previene de la angustia propia del acto sexual y su carácter sádico es lo que le permite no detenerse en sus golpes ante el desvalimiento del otro.

La simple presencia del otro, muchas veces –aunque en la realidad la pareja sea más bien mutista- lo inquieta y le conmina a interrogar él mismo a la mujer buscando una confesión, algo que le confirme que es ella la que busca su perjuicio y por tanto justifica el pasaje al acto agresivo: “O mía o de nadie, antes te mato, eres una puta,...”.

Se trata de un proceso sin fin ya que la confesión del goce de la pareja siempre es insuficiente y no se busca un saber nuevo sino la confirmación de lo ya sabido. Sólo entonces el pasaje al acto hace de límite a su malestar.

La paradoja, dramática, es que esa respuesta de aniquilación del otro implica en muchos casos su propia desaparición, ya que al golpearle y matarla, queda sin interlocutor, sin doble con el que jugar ese peligroso combate entre su impotencia y la confirmación que supone en el otro de esa carencia.

El otro drama es que su pareja, en ocasiones, le ha seguido lejos esperando inútilmente un signo de amor -“ya cambiará, me da pena, en el fondo me quiere y es bueno con sus hijos”- que nunca llega...

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