No puede dejar de llamar la atención que miles de norteamericanos, en Nueva York y en otras importantes ciudades de los Estados Unidos, hayan permanecido haciendo colas a la intemperie durante días enteros, en su afán de convertirse en los primeros poseedores de un nuevo objeto tecnológico que combina telefonía, música, Internet, correo electrónico y video en formato digital, lanzado al mercado tras varias semanas de sostenida e incitante publicidad.
Numerosas personas se instalaron desde el primer día en las puertas de las 162 tiendas de la famosísima empresa tecnológica Apple, que puso en el mercado norteamericano el iPhone, como se denomina a este juguete tecnológico. Según algunos vaticinios, se habrán de vender unos diez millones de unidades desde este momento hasta fines del año próximo.
Desde luego, el tiempo y el mercado dirán cuál será, en definitiva, el verdadero destino del iPhone y su real capacidad para captar y satisfacer las preferencias de la heterogénea y cambiante sociedad mundial.
Entretanto, será importante que, como sociedad en su conjunto, hagamos un esfuerzo -tanto en materia comunicacional como en los otros ámbitos de la actividad social y humana- para no dejarnos envolver en las redes de un consumismo incesante y desenfrenado. Y que cada persona procure incorporar a su concreta esfera personal los continuados avances de la tecnología con el mayor caudal posible de racionalidad, y con un análisis desapasionado y sereno de lo que cada innovación científica o técnica habrá de agregarnos, en definitiva, a nuestro espacio de vida individual.
Será de inestimable valor cuanto hagamos por establecer una saludable diferencia entre la necesaria e ineludible tendencia al consumo y la exacerbación que conduce al consumismo. El consumo -racional, sensato, destinado a satisfacer las reales necesidades de la vida- es un valor que toda sociedad procura estimular y canalizar en relación con sus permanentes y razonables expectativas de progreso. El consumismo como todo "ismo" remite a una situación extrema o descontrolada, en la cual se han traspuesto los límites que imponen la razonabilidad y el buen juicio.
Entre el consumo y el consumismo hay, a veces, una delgada frontera. El furor causado por este dispositivo -y, en general, las novedades que nos promete o entrega casi a diario el desarrollo tecnológico en su aplicación a las múltiples experiencias de la vida doméstica o profesional- nos proporcionan una interesante oportunidad para explorar esa frontera sutil y a veces nebulosa.
El consumo es la vida en su adecuada y saludable conexión con lo que somos o con lo que necesitamos ser en cada coyuntura o en cada momento. O, en todo caso, con lo que aspiramos a ser en un futuro razonablemente cercano. El consumismo, en cambio, es el hijo dilecto de una fantasía que altera o distorsiona nuestra propia realidad o nuestra propia imagen, convirtiéndonos en esclavos, en un remedo de lo que somos o en la imagen de lo que nunca seremos.
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